El día en que me lo dijeron
Por Mateo Betelu
May 2025Lo primero que me acuerdo fue cuando me lo dijeron. Estábamos cenando en el living de mi casa, como cualquier otro día de semana. La escena era la misma de siempre: mi mamá en su silla de siempre, mi papá sirviendo la ensalada con la misma indiferencia de siempre, y mi hermana, ajena a todo, esperando a que alguien le pasara el pan. Nada hacía presagiar que, en cuestión de segundos, mi mundo se iba a desmoronar.
Para romper el hielo, mis padres anunciaron lo impensado: Nos vamos a mudar a Estados Unidos. Y como si fuera poco, agregaron que mi mamá había conseguido un trabajo mejor, como si eso pudiera amortiguar la catástrofe.
El resto de la explicación no la escuché. O quizás sí la escuché, pero mi cerebro la borró como mecanismo de defensa. Todo lo que sé es que, en cuanto entendí lo que estaba pasando, el aire me dejó los pulmones. Fue un golpe seco, como cuando te tirás a la pileta sin estar preparado y el agua te corta la respiración. No quería saber nada de Estados Unidos y mucho menos podía imaginarme una vida allá. Para colmo, mi hermana se lo tomó bien, hasta lo festejó y dijo que tenía ganas. Me sentí traicionado. ¿Cómo podía estar contenta cuando yo sentía que me estaban arrancando de mi mundo?
Había nacido en Manhattan, Nueva York, pero esa era una nota al pie en mi historia. Cuando era un bebé de nueve meses nos habíamos mudado a Buenos Aires, y ahí estaban mis recuerdos, mis calles, mi infancia. Buenos Aires era mi ciudad. Jugaba al fútbol en dos clubes, tenía a mi familia, a mis amigos, el asado de los domingos, las medialunas de la panadería de la esquina. La comida era la mejor del mundo. El idioma me pertenecía. Mi vida era perfecta. Sentía que había entrado en una etapa en la que todo se alineaba: la secundaria, la independencia, el sentido de pertenencia. Pero de un día para el otro, puf, todo eso desapareció.
Los primeros dos meses en Estados Unidos fueron extraños. No en un sentido trágico, sino más bien como esas veces en que te despertás en una casa ajena y por unos segundos no sabés dónde estás. Me sentía turista en mi propia vida. Las calles eran desconocidas, el aire era diferente. Todo se sentía como un escenario de película. Como si, en cualquier momento, alguien fuera a gritar ¡corte! y pudiera volver a casa.
La ilusión de estar de vacaciones se terminó cuando llegó el momento que más temía: empezar el colegio. O como lo llaman acá, high school.
Yo sabía inglés. O al menos eso creía hasta que traté de usarlo. En mi cabeza, todo tenía sentido, pero en la vida real, cada conversación terminaba inevitablemente con la misma pregunta: Where are you from? Al principio me frustraba. Después, me empezó a hacer gracia. Descubrí que mucha gente no tenía ni idea de dónde quedaba Argentina y algunos ni sabían qué idioma hablábamos. Un chico incluso me preguntó si en Argentina se hablaba francés.
La noche antes de mi primer día de clases, le dije a mi mamá que no quería despertarme. No era un berrinche ni un drama existencial. Era un miedo primitivo, como cuando ves una sombra en el pasillo y no sabés si es el perchero o un ladrón. Pero no había escapatoria: la mañana llegó, me puse la mochila, y entré a ese mundo nuevo.
Con el tiempo, las cosas mejoraron. No de golpe, pero sí de a poco. La rutina le ganó a la ansiedad. Aprendí a entender mejor el idioma, y hasta empecé a encontrarle gusto a la vida acá. Las ganas de volver a Buenos Aires seguían ahí, pero al menos ya no contaba los días como si estuviera en prisión.
El regreso a Argentina, después de un tiempo, fue otra sorpresa. Todo estaba igual... y al mismo tiempo, todo había cambiado. Mi abuela ya no estaba. Algunos amigos siguieron en contacto, otros simplemente siguieron con sus vidas. El barrio me resultaba familiar, pero ya no me pertenecía del todo.
Y ahí entendí algo que me costó aceptar: el hogar no es solo un lugar en el mapa, es la historia que llevamos con nosotros. Aunque mi vida había cambiado, lo que había dejado atrás seguía siendo parte de mí. Y lo confirmé en diciembre de 2022, cuando volví para ver el Mundial. Lo vi con mi familia, con mis amigos de toda la vida, con la comida de siempre y la misma intensidad con la que lo hubiera visto años atrás. Y cuando Argentina salió campeón, cuando me encontré en la Avenida 9 de Julio, saltando, llorando y abrazando a desconocidos que sentían lo mismo que yo, supe que, sin importar dónde estuviera, Argentina siempre iba a estar conmigo.
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