Cultura y noticias hispanas del Valle del Hudson
Cuento
La araña con los hilos de plata
Recuento de una leyenda guaraní
Por Nohan Meza
July 2019 Lo que viene a continuación es el origen mítico de nuestro método tradicional de tejer, llamado Ñandutí. Nunca realmente leí la leyenda en sí, más bien la escuché durante mi infancia en Paraguay, y de cierta forma nunca la olvidé. La consigné al papel por primera vez para una revista literaria de cuentos de hadas llamada Enchanted Conversation y ahora vuelvo a escribirla en castellano para La Voz. Podría llamarse traducción o recuento, pero para mí, es parte simplemente de esos cuentos de ayer y hoy que se quedan con nosotros, esperando que un viaje por la memoria les de vida una vez más.
Nunca quedó claro si es que Samimbí alguna vez amó a uno de ellos o a cualquiera de los otros pretendientes, pero conociendo el camino que había de seguir, dio instrucciones de cómo uno de los dos grandes guerreros habían de ganar su afecto. Obviamente, admiraba a ambos por sus respectivas cualidades: Ñanduguasu, Gran Avestruz, era un guerrero hábil y sigiloso conocido por su velocidad, razón por la cual el chamán de su comunidad le había dado ese nombre. Y Jasyñemoñare, Fragmento-de-Luna, era conocido como uno de los hombres más bellos de la aldea; hasta corrían rumores de que había sido bendecido por los dioses. Ambos la cortejaron con poemas, canciones, y danzas en un intento de ganar su mano, ya que era la hija del cacique y tan hermosa y dulce que la luz misma, ya sea de día o noche, siempre brillaba sobre su rostro. Pero estas cosas no valían nada para Samimbí. Añoraba ella algo distinto, algo que sería único en su comunidad.
Un día, habló con sus dos pretendientes.
―Me casaré con el que me traiga un obsequio verdadero, uno que sea distinto a todos los demás y por esa razón no pueda ser reemplazado. Al traerme el objeto más hermoso del monte, demostrarán su amor.
En pocos días ya había montañas de los regalos más finos para ella, provenientes de todas las aldeas cercanas: collares compuestos de plumas de aves del paraíso, brazaletes engajados con piedras preciosas del tamaño de sus ojos, y ramos de flores que florecen solo una vez cada cuatro años. Todas las aldeas cercanas mandaron obsequios. Aun así, ninguno de ellos era lo que Samimbí buscaba.
Durante una noche, Jasyñemoñare andaba por el bosque, buscando el obsequio perfecto. Fragmento-de-Luna levantó su mirada al firmamento y pidió ayuda a los dioses. Su deseo realizado, encontraron sus ojos algo entre las dos ramas más altas del árbol más alto del bosque. Parecían hilos de plata, finos como hebras de pelo, creando el encaje más complejo y hermoso que había visto en su vida. Sabiendo que había encontrado el obsequio verdadero, Fragmento-de-Luna empezó a escalar el árbol.
Justo en ese momento, los astros habían decidido que Ñanduguasu también estaría caminando por el bosque y pararía para espiar a Jasyñemoñare. Relleno de celos causados por los deseos de su corazón, rápidamente sacó su arco, tensó la cuerda, y soltó una flecha que atravesó el pecho de Jasyñemoñare, dejándolo caer ya muerto al piso.
Gran Avestruz escaló el árbol con mayor facilidad que su rival caído. En poco tiempo, ya estaba parado sobre una rama gruesa frente a lo que le entregaría a su amada. Bajo el tenue brillo de la luna, intentó alcanzar los hilos plateados. Extendió sus manos plagadas de deseo para tomar lo que ya veía como suyo. Desafortunadamente, al tocarlos, los hilos y las formas se disolvieron como sombras, dejándolo con las manos vacías. Una y otra vez trató de alcanzar la tela entre las ramas, sus ojos llenos de miedo, pero no tocó más nada aparte del frío de la noche.
Volvió a su hogar y por tres días y tres noches no habló, no comió, y no durmió. Simplemente ambulaba por el monte con una mirada vacía. La madre de Ñanduguasu, preocupada por su hijo, lo interrogaba durante su periodo de luto. Solo durante la cuarta mañana pudo ella saber lo ocurrido: Su hijo había cometido un crimen pasional. Y aun así, el amor por su sangre no disminuía. Podía ver ella su remordimiento y su corazón roto, entonces preguntó a su hijo dónde había visto el tejido tan hermoso.
Poco tiempo después, la madre de Ñanduguasu se adentró en el monte y encontró el árbol más alto del bosque. Ahí encontró al cuerpo putrefacto de Fragmento-de-Luna, tal como lo había dicho su hijo. Resguardando sus lágrimas, porque todo hijo tiene una madre, comenzó su lento ascenso por las ramas. No tenía ella la habilidad de su hijo y los años de su vida habían sido largos, pero sabía que el remordimiento llevaría a su hijo a la tumba si no lograse redimir sus faltas. Con los últimos rayos del sol de testigo, finalmente llegó a la cima y con cuidado se acercó a las dos ramas donde había estado el obsequio.
Una criatura pequeña corría de un extremo a otro, tejiendo. Después de observar sus movimientos por unos minutos, la madre desenvainó su cuchillo, afiló dos ramas del árbol y con sus propios cabellos plateados y avejentados empezó a copiar, iluminada por la luna, los movimientos simétricos de la criatura. Utilizando hasta la última hebra de pelo en su cabellera, tejió ella el vestido más elaborado que los dioses habían visto. Una vez terminado el vestido, agradeció a la criatura a la cual llamamos araña y le dio el nombre por el cual fue conocida de ahí en adelante, Ñandu, en honor a su hijo, ya que sobre los hermosos tejidos de la araña, siempre yacen las trampas de la muerte.
No fue hasta las vísperas rosadas del amanecer que ella volvió a su aldea. Débil y calva, conociendo el camino que había de seguir, habló a su hijo y dijo:
―Ve, hijo mío, lleva este obsequio hecho de mi cuerpo, como alguna vez te hice a ti, y haz del deseo de tu corazón una realidad.
La alegría de Ñanduguasu era amarga, ya que lo acontecido había debilitado a su madre, quien ya se preparaba para el sueño eterno. La abrazó y la besó, dejándola descansar en paz. Corrió hasta el hogar de Samimbí con el obsequio y ella, al ver la belleza y complejidad del tejido, supo que esto era realmente el fruto más bello del bosque, y entregó su mano.
La aldea entera observaba el vestido, extasiados, habiendo nunca antes visto algo similar. Incapaz de negarle a su gente esta belleza, Samimbí permitió a las mujeres copiar la técnica de la madre de Ñanduguasu, quien nunca mencionó lo que había ocurrido con Jasyñemoñare, y de esa forma viviría para siempre en la memoria colectiva. A la técnica de coser la llamaron Ñandutí, cabello-de-araña, y se convirtió en el símbolo de su pueblo. Luego todos cantaron bajo el sol y más tarde, durante la noche, bailaron bajo la luz de la luna también.
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Un día, habló con sus dos pretendientes.
―Me casaré con el que me traiga un obsequio verdadero, uno que sea distinto a todos los demás y por esa razón no pueda ser reemplazado. Al traerme el objeto más hermoso del monte, demostrarán su amor.
En pocos días ya había montañas de los regalos más finos para ella, provenientes de todas las aldeas cercanas: collares compuestos de plumas de aves del paraíso, brazaletes engajados con piedras preciosas del tamaño de sus ojos, y ramos de flores que florecen solo una vez cada cuatro años. Todas las aldeas cercanas mandaron obsequios. Aun así, ninguno de ellos era lo que Samimbí buscaba.
Durante una noche, Jasyñemoñare andaba por el bosque, buscando el obsequio perfecto. Fragmento-de-Luna levantó su mirada al firmamento y pidió ayuda a los dioses. Su deseo realizado, encontraron sus ojos algo entre las dos ramas más altas del árbol más alto del bosque. Parecían hilos de plata, finos como hebras de pelo, creando el encaje más complejo y hermoso que había visto en su vida. Sabiendo que había encontrado el obsequio verdadero, Fragmento-de-Luna empezó a escalar el árbol.
Justo en ese momento, los astros habían decidido que Ñanduguasu también estaría caminando por el bosque y pararía para espiar a Jasyñemoñare. Relleno de celos causados por los deseos de su corazón, rápidamente sacó su arco, tensó la cuerda, y soltó una flecha que atravesó el pecho de Jasyñemoñare, dejándolo caer ya muerto al piso.
Gran Avestruz escaló el árbol con mayor facilidad que su rival caído. En poco tiempo, ya estaba parado sobre una rama gruesa frente a lo que le entregaría a su amada. Bajo el tenue brillo de la luna, intentó alcanzar los hilos plateados. Extendió sus manos plagadas de deseo para tomar lo que ya veía como suyo. Desafortunadamente, al tocarlos, los hilos y las formas se disolvieron como sombras, dejándolo con las manos vacías. Una y otra vez trató de alcanzar la tela entre las ramas, sus ojos llenos de miedo, pero no tocó más nada aparte del frío de la noche.
Volvió a su hogar y por tres días y tres noches no habló, no comió, y no durmió. Simplemente ambulaba por el monte con una mirada vacía. La madre de Ñanduguasu, preocupada por su hijo, lo interrogaba durante su periodo de luto. Solo durante la cuarta mañana pudo ella saber lo ocurrido: Su hijo había cometido un crimen pasional. Y aun así, el amor por su sangre no disminuía. Podía ver ella su remordimiento y su corazón roto, entonces preguntó a su hijo dónde había visto el tejido tan hermoso.
Poco tiempo después, la madre de Ñanduguasu se adentró en el monte y encontró el árbol más alto del bosque. Ahí encontró al cuerpo putrefacto de Fragmento-de-Luna, tal como lo había dicho su hijo. Resguardando sus lágrimas, porque todo hijo tiene una madre, comenzó su lento ascenso por las ramas. No tenía ella la habilidad de su hijo y los años de su vida habían sido largos, pero sabía que el remordimiento llevaría a su hijo a la tumba si no lograse redimir sus faltas. Con los últimos rayos del sol de testigo, finalmente llegó a la cima y con cuidado se acercó a las dos ramas donde había estado el obsequio.
Una criatura pequeña corría de un extremo a otro, tejiendo. Después de observar sus movimientos por unos minutos, la madre desenvainó su cuchillo, afiló dos ramas del árbol y con sus propios cabellos plateados y avejentados empezó a copiar, iluminada por la luna, los movimientos simétricos de la criatura. Utilizando hasta la última hebra de pelo en su cabellera, tejió ella el vestido más elaborado que los dioses habían visto. Una vez terminado el vestido, agradeció a la criatura a la cual llamamos araña y le dio el nombre por el cual fue conocida de ahí en adelante, Ñandu, en honor a su hijo, ya que sobre los hermosos tejidos de la araña, siempre yacen las trampas de la muerte.
No fue hasta las vísperas rosadas del amanecer que ella volvió a su aldea. Débil y calva, conociendo el camino que había de seguir, habló a su hijo y dijo:
―Ve, hijo mío, lleva este obsequio hecho de mi cuerpo, como alguna vez te hice a ti, y haz del deseo de tu corazón una realidad.
La alegría de Ñanduguasu era amarga, ya que lo acontecido había debilitado a su madre, quien ya se preparaba para el sueño eterno. La abrazó y la besó, dejándola descansar en paz. Corrió hasta el hogar de Samimbí con el obsequio y ella, al ver la belleza y complejidad del tejido, supo que esto era realmente el fruto más bello del bosque, y entregó su mano.
La aldea entera observaba el vestido, extasiados, habiendo nunca antes visto algo similar. Incapaz de negarle a su gente esta belleza, Samimbí permitió a las mujeres copiar la técnica de la madre de Ñanduguasu, quien nunca mencionó lo que había ocurrido con Jasyñemoñare, y de esa forma viviría para siempre en la memoria colectiva. A la técnica de coser la llamaron Ñandutí, cabello-de-araña, y se convirtió en el símbolo de su pueblo. Luego todos cantaron bajo el sol y más tarde, durante la noche, bailaron bajo la luz de la luna también.
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